I

 

Si te decapitaran.

Y de tu tibia testa ardiente chorro. Ya sea lava al alba o núbil ónice. Un en tu dermis látigo. Si alguien o algo, digo. Si en plena coz tu cráneo corcovea. Al aire aleve en giro como Júpiter. Qué de tu voz tan queda en las alturas. Si el sable samurai en zas de soplo te en profilaxis tráquea. Manaría perenne un polen puro. Abrasaría selvas. Abadías. De cuajo tus deltoides. Si el haz de hacha alzara masa gris entre los travesaños estelares. Tu cuerpo al lodo turbio. Tus trepanados tímpanos absortos. Abdicando cuchillos. Si exuda con qué voz hasta el yeyuno. Y tu cabeza tea. Helicoidal estela de hoz al rojo. Viva segando vida. Descabalgada dentadura indómita. Si la anorexia del neutrino te autofagia. Qué de tu muerte entonces. Si te —es sólo un suponer— decapitaran.

 

 

 

 

 

 

II

 

Relámpago, raíz.

Y los peces sus bocas. Y los rugidos de las leonas en sus bocas. Y las cabezas jíbaras abren sus bocas como cráteres donde todavía el aerolito. El trueno, descomunal, destroza tímpanos. Y los peces se abrazan con dorsales aletas, destartalados, sordos por el timbal, nadando a lo abisal con sus bracitos. Y las leonas, lampiñas de sudor, a dentelladas, atléticas dementes, pavos reales ellas en apareo cuadrúpedo, derraman sobre cactus y, rugientes, sus vísceras, las leonas. La raíz del relámpago electriza las chozas, las jíbaras cabezas de las chozas llamean sueño verde, unas aturdidas anacondas prendidas a los pezones de las chozas. El relámpago rasga su raíz. Es el capullo del relámpago que, de pronto, se abre como planta carnívora y ciega hasta las moscas, hasta los ojos de las moscas parpadean. Y ciega, carnívoro, a los cráteres, a los poros abiertos de los cráteres, a las pieles curtidas de las chozas. Todo retumba escama adentro, en el pelambre idiota de los peces retumban fauces rancias. Raíces victoriosas que atraviesan escamas y derraman resurgentes leonas en los cactus.

 

 

 

 

 

 

III

 

Los animales mienten.

La serpiente, dejándose crecer pelambre impávido, bóvidos párpados, cornamenta, miente. ¿Para qué la pezuña? ¿Para dónde relincha, la serpiente? ¿Por qué se frota contra el ñu rumiando? Y el cangrejo ermitaño también miente. Se empluma, pavonea, entra en quetzal y entre flamboyanes se acicala. ¿Qué hizo el crustáceo con su ajena casa? ¿Por qué estridula ahora? ¿Adónde en vuelo aviar? Mienten cuando empollan, elefantes, cavan toperas en penumbra, túneles, con sus colmillos, hondos, hasta toparse osos sobre el iceberg. Redondo león de mar, el elefante. O fíjense en el águila asimilando hocico a ojo avizor. Cordero, agazapada, acecha el águila; ave láctea lobuna en su ciprés. Y también miente el toro. Queriéndose protozoo suelta flagelos. Temible antaño en Creta y hoy entre las algas perdidizo. Hasta el leopardo se camufla y miente y así, ventoso, se propulsa en pulpo. Así gana elegancia, invertebrado, félido cefalópodo que en un ladrido garra la luciérnaga. Qué trampa cada especie. Mentir es una mimesis que salva. Si hasta en laurel mintió la bella Dafne. Miente la típula en sus alas, dientes. Miente la liebre, y sin abejas, miel. Todo animal histeria, es asechanza. Toda en la aorta mantis yugular.

 

 

 

 

 

 

IV

 

¿Y el ahogado?

¿El que vertical tragó el cloruro para hundirse al coral, para unirse a la anémona, parapléjico en ese mundo invertebrado? El ahogado está ahí. Se nutre de su plancton, de su muerte, de sus resurrecciones por segundo, de nueva dentición como de escualo. Aprendió de la medusa a derivar: sin Sur, sin rumbo cierto, sin certidumbre o síntesis. Ase lo que puede con sus manos, con sus ocho dedos de ajolote: tantea tintoreras, moluscos, tunicados; roza serpentiforme a las morenas; acecha cefalópodos. Migra en abril hacia arrecifes cálidos. Allí se desdibuja de su forma hasta parecerse a un pez trompeta. Nunca miente, mas muta. El ahogado se agranda en su no ser, se agolpa en su asma acuática reverberando branquias en el flúor. Se encalla en sedimentos insondables. Se calcifica al tacto enterrando su cola como raya. El ahogado bucea entre los trasatlánticos y yates que yacen, oxidados, sobre el limo. Olfatea orbe infértil: jarcias, guardamancebos, botavara. Ni una nostalgia o léxico lo inmuta. Se hundió en su ahogo sabio y su sigilo lo alza en honda potestad oceánica. Así como las algas fosforecen, el ahogado se mece en su cultivo, en su silente selva, ensimismado. Se hace, poco a poco, más bivalvo; más —como la estrella— equinodermo. Mas no desova en ese mar de esperma, en ese maternal magma de vida. Mora en serena muerte tan expósito; ecuánime como ancla, decúbito en su liquen.  

 

 

 

 

 

 

 

 

 

[imagens ©francesco romoli]

 

 

 

Víctor Sosa (Uruguai, 1956). Poeta, ensaísta e tradutor, desde 1983 vive na Cidade do México (em 1998, recebeu a nacionalidade mexicana), onde é professor da Universidade Iberoamericana e de outras instituições. Entre suas publicações estão os livros Sunyata (1992, poesia), Gerundio (1996, poesia), La flecha y el bumerang (ensaios, 1997), El impulso (prosa, 2001), Decir es abisinia (2001, poesia), Los animales furiosos (2003, poesia), Mansión Mabuse (2004, poesia); La saga del Sordo (2006, poesia); la antología Sunyata & outros poemas (2006, publicada no Brasil, edição bilingue). Realizou mais de quinze exposições individuais de pintura na América Latina e na Europa. É, também, crítico literário e de artes visuais em jornais e revistas, e traduziu para o espanhol vários poetas brasileiros, como João Cabral de Melo Neto, Carlos Drummond de Andrade e Paulo Leminski.