Se agita el
último sello del cuerpo
y luego cae y queda un espacio sin
sol
ni luna y una especie de peste única
bestia junto a
bestia
cada una con su avena que no comparten
(dice el mal
es fácil, hay una infinidad,
relámpagos contra
postigos,
fatiga de la tierra, de las escamas)
y el mar que no
devuelve lo que se lleva
y ella bajo el agua, ahogada
antes de
saber de ovillos,
de penachos, de enteros y jirones,
de
escudos, de charcas, de metales;
qué sino todo ahora se
ennegrece,
resiste al torno, triunfa
sobre embates y embustes
de amor,
estaca, pellejo, sí,
no fruta, memoria, galaxia.
No sé a qué hora,
en qué lugar
pero sé de qué modo:
me dolerá y gritaré y mi
grito resonará
en días que se contarán de a uno
hasta ser
innumerables, en olas
que sólo serán espejos,
inmenso y
extenuado mar
sin puertos ni náufragos.
Ni esperanza. O
una esperanza
que apenas asiste,
en mera beneficencia casi
burla;
en una pantalla,
juegos oscuros,
indescifrables,
sombras que dialogan sin subtítulos
y, al
fondo de cada escena,
un mundo sumergido:
(luces frías, en
reflujo,
edad que vacila, tiembla y no pulsa,
manos que
revocan un muro
que se alza sin base, consistencia
ni
propósito)
(Cyclamen)
Allí brota en
el frío
del suelo oscuro
que no se resigna
a ser
dispersado por el viento;
y serán horas, y noches,
y días.
Allí estoy yo, estamos,
libres, posesos,
viles, virtuosos,
desnudos,
desde el fondo hacia lo alto.
¿Perfume de
amantes,
alimento para las bestias?
Una u otra cosa, tal
vez,
ambas; de todos modos,
como siempre, habrá un cielo
indiferente,
una escarcha decidida
a quemar. Y lo que tenga
que suceder,
sucederá en silencio.
¿De qué noche es
este rito? Carneados,
puestos cada uno sobre una piedra
distinta,
atados a las piedras con la sangre
todavía caliente,
chorreando.
El amor es aquí ajeno, todo deseo:
gritan, se
retuercen,
hablan en lenguas, ven visiones.
Entran al agua
roja, su óxido y su espuma,
al barro, al sexo abierto de la
tierra
y en el fondo, ningún mar,
ninguna infancia.
¿De qué
noche
o día o relámpago o niño sin ojos
empujado desnudo hacia
las llamas?
Cae el cielo sobre el mundo.
La tierra invade las
aguas.
Se mezclan y confunden.
Ansía penetrar,
hundirse, desaparecer
entre los últimos pliegues. Morir, no
morir:
hay un descanso — se dice a si mismo —
en la peor de
las fatigas. Así
como la sangre es espesa y roja,
y el deseo
conforma animal con dos espaldas,
la presa huye de lo que,
acaso,
con sus garras y dientes, podría salvarla.
Un sol sucio
deriva por el agua.
Alumbra cuanto pare el fruto más
amargo.
En un rincón oscuro, nueces y sogas.
Las horas roen la
madera, el papel
que fuera carta desde El Havre
ahora confirma
que el mundo
está irremediablemente sumergido.
Pregunta, nos
pregunta: ¿existe
imitación, falsedad, copia,
una moral para
la materia del relámpago,
sabiduría que no sea hija
o nieta de
traición o acoplamiento?
Anda desnuda bajo
los puentes.
No logra contener aquello que la habita.
Se
desborda, se ahoga
con lo que de ella misma sale a
borbotones.
Abraza, se deja abrazar, grita.
Algún día será
escombros,
hoy es tierra siempre seca
que pugna por la
lluvia.
¿Qué nombre darle
si la veo siempre de espaldas,
no
veo su rostro, y ya son años,
respiración que ninguna ancla
sujeta,
dios que creo demonio y viceversa?
¿Sobrevivirán la
materia perforada,
el paisaje que el ojo entrevé
y por cuya
superficie repta una sombra?
Nacerá el hijo del muslo
— cae la
palabra por su propio peso —
caen los hoteles, sus
pasillos,
sus lámparas siempre encendidas.
Un hijo torpe, sin
nombre ni ojos.
En otra parte, se parten los mundos,
los
patios con sus hojas,
las hojas que la luz
atraviesa,
desnudez, impiedad, nervadura.
Se lavarán de a dos,
estará oscuro.
Números en cada puerta,
ventanas con
relámpagos,
nudos de nervios en láminas delgadas,
dioses
flacos, venidos a menos,
incapaces de crear tan sólo un
insecto.
¿Y la arena, las arenas, esta boca,
esas otras bocas,
palos, cometas, dientes?
El hijo lo ignora, despierta, se
viste.
Ahí van,
esposados,
por el último suelo
antes de la noche y su
azar:
¿quién los oye sino el sello
del libro, el tallo
enroscado
en la madera con que, otros,
apuntalan la casa que
cede?
Flujo, reflujo, ¿y el perdón,
la ventura, el
caracol
sobre el vidrio, el bodegón, la marina?
Comerán solos,
como las plantas.
Tal vez, como ellas, crecerán
hacia la luz,
darán fruto.
Desnuda y con
sudor.
Se acopla, gime, tiembla.
Ante ella, su acto,
toda
memoria resulta cansancio,
otoño. El mundo todo
parece ahora
una mancha
sobre un papel liso y blanco.
¿Qué hubiese dicho
Mallarmé,
con qué lámpara hubiese iluminado
la porción de
espacio
donde tal océano se revuelve?
Buscarás oro entre
piedras — cada cosa
es útil por sí misma,
sin necesidad de
otra —
Y el viajero llega a Finisterre.
Se encienden
luces a lo lejos,
allá donde alcancé una vez
y ya no.
Recuerdo
una amplia plaza en Venecia
desde la que se oían
voces de niños.
Cantaban. Y recuerdo también
altos tilos,
peces veloces, fiebres pertinaces,
París en una mañana de
invierno,
mayólicas, escayolas, terracotas.
Una rama se
quiebra
sobre mi cabeza.
El ruido del viento
cubre todo
otro ruido;
oscurece cuanto puede oscurecerse,
el libro se
deshace,
sus páginas se desparraman
sin nada que las
sujete.
(Atardecer
del 30 de setiembre, 2002)
Ya no partículas
infinitas y diversas,
grandes, pequeñas, lisas,
rugosas,
cóncavas, convexas:
apenas un gris continuo
por el que
transitan sombras
que existen en espejo
y hablan en eco.
Ya
no viajeros a Egipto
en pos de la geometría,
a la India tras
los filósofos descalzos.
Se detienen en la orilla.
El mar es
interminable, oscuro y compacto.
Inmóviles átomos
sin anzuelo
(papel en blanco la razón,
tabla negra el
sueño.)
Vela el animal, no el número.
No es intenso sino lo
tenso,
que se estira un poco y se rompe.
Nada es antiguo,
entonces
no se nace, se come con las manos
lo que la boca
rechaza.
Y quien habla
huye del conjunto,
y contra el muro
del jardín desierto
la inocencia concluye
y se hace tarde.
Encenderán
fuegos, andarán
hasta olvidarse de qué están hechos,
que
frágil azar los sostiene.
Se hizo la
luz
como se hizo el polvo.
El silencio retumba
y por el
agua, cuanto se desea
y se olvida y se rechaza.
Bajo la
tierra, cava el minero;
su hijo, bajo el sol,
duerme y
sueña
y en el sueño sangra.
Pero todo concluye
en libro,
como tal neutro,
fósil. Quien lo escribe
se pierde como
criatura,
pierde los párpados.
¿El gran
guionista? En su escrito,
¿mi alumbramiento? ¿aquello,
aquél
que va a matarme?
En el polvo en el aire, un pasaje
se vuelve
polvo antes de significar algo.
¿Hay un secreto, una
confidencia
de amante a amada, entre los bulbos?
No lo sé.
Apenas sé que no comeré
el alimento reservado a quienes aun sin ojos
verán la luz del día.
¿Qué es mío,
entonces? ¿Qué será
mío
en esta franja extendida de horror a piedad?
Un rostro
desconocido
se lanza contra el mío. Y
lo que una tarde
sepulté
no deja de ser hija, y lágrima, y humana.
(Rávena)
Cuando no se
lo espera, gira el viento.
Contra los viejos muros,
los viejos
mosaicos.
El viento.
Atardece seco en la memoria.
Anochece
en la camisa del débil
que lleva mi nombre
y sabe que jamás
llegará a Oriente.
Alguna vez infancia, hollín,
creosota,
sábanas.
Un temblor
de agua en el agua.
Y alguien que
corría
porque ya era la hora.
Porque algo, abismal,
invisible,
lo llamaba.
(A Miguel
Ocampo)
Tal vez
mañana deje de tener sentido
la poesía. Será entonces
todo
semejanza, tendremos
los ojos abiertos, respiraremos.
Un papel
de fino cobre flotará en el agua
y ya no será sombra la de la
carne
a la luz del mediodía.
Crujirá una madera y se
diseminará el eco
hasta más allá de nombre y peso.
¿Será el
final? ¿Y el alumbre,
la geometría, el jugo de las frutas,
la
fosforescencia de los peces en el abismo,
el número de oro del
muslo,
el tiempo?
¿Hay algo
afuera,
detrás de la última piedra
más allá de los altos
tallos
que crecen sobre el horizonte?
Aquí se levanta el árbol
atado,
la boya que alumbra las monótonas ondas
en la
superficie.
¿Allá acaso otro ámbito,
otra iluminación,
otro
viento sobre la hierba,
sin error ni ceniza?
Detrás de la
pared,
una región gris, sometida
a una respiración de
buey,
sin centro de razón o misterio.
Adentro, un mapa ajado y
erróneo,
una mano persigue la luz
como un colérico la
sombra.
En el patio, el árbol podrido
apenas respira por la
corteza;
el viento sopla
y no renueva el aire.
Voy adonde hace
frío,
ruedo sobre lo que quedó de mí.
Atrás, los días en
puntas de pie,
el límite del bordado,
el olor a sombra,
el sueño vaciando de sueño a la lógica.
No se desnuda el
cuerpo
ni se salva la errata
en la química del mundo.
Voy
hacia donde todo se ovilla,
pierde su extremo,
disuelve su
centro.
Arrecian el
silencio, la herrumbre.
De lado a lado, por
un hueco de mundo,
este viento
o dolor o arte de insectos.
Ahora es sólo el
juicio de la sal,
el parecer del óxido,
la razón o locura del
tiempo
que comerá sin jamás saciarse.
¿Adentro, tal vez,
ecos,
reverberaciones de pasos,
voces, secretas y apuradas
cópulas,
órdenes y vientos y altos oleajes,
que se harán más y
más inaudibles
hasta desaparecer?
Arde el papel donde se transfigura el
mundo
y se disipa un amor tras su lado en sombra.
Envases
donde hubo ansia,
ahora vacíos.
Y es crujido en la
noche,
formas huecas en lo hueco del silencio,
hierba
creciendo del aire que nadie enrarece,
del agua que nadie
ensucia.
(Wagner, Preludio
de Lohengrin)
Desnudo, cae
quien supo ver el mañana
en el vuelo de las aves,
como cae
también cuanto debiera alzarse
sobre el ciego manto de las
cenizas.
Adelante, frío y mar extenso y desolado.
¿Parirás con
dolor, jurarás
con la mano puesta sobre una piedra,
derramarás
llanto y orina
en la tierra donde ya no crece la hierba?
¿Qué
es música, deseo,
luz en el parador de los inocentes,
qué no
es cometa, polvo?
¿Cuál es el cuerpo y cuál la sombra,
cuál la
madera y cuál el resabio,
hasta dónde la cifra y hasta dónde la
pena?
¿Qué nos ata a este lugar
que poco nos da y casi todo
nos quita?
Vestigio, sueño
puesto del revés,
cierta sombra incierta
recortada sobre arena
blanca.
Fue cosa, llena o hueca.
Fue órgano, fluencia,
mecánica.
Apena débil nota en infinita música
que progresa en
grandes olas hacia el rojo.
Le hablo, no responde.
O responde
por él, o ella,
no el cuerpo sino su imagen,
no el ansia sino
lo que del ansia
se separa del mundo y se asfixia.
De la vida huye
el poco aire
que queda bajo las hojas,
nada lo retiene.
Asfixia,
cordón que aprieta,
el cuerpo que
pende,
inmóvil,
sobre aislados vestigios de amor,
de
mundo.
El cuerpo
quemado, la verdad en remolinos,
la mentira, la mujer desnuda
ante sí misma,
ante el sulfuro, la redención, el cólico,
lo
que se desvanece, lo que se encarna,
la eternidad que pasa, una
mosca,
la rotación, bóvedas, un vapor, sollozos
todo a precio, a
poco, a menos que nada
(Eusapia
Palladino, Abruzzos, 1862)
De pronto,
desde todas partes,
puntos fosforescentes, manos
despojadas
de cuerpo,
lejanos llantos de hombres y mujeres,
ruidos de
olas sin océano a la vista.
Está sola, entre formas, voces y
figuras,
hasta que ya no puede más,
cierra los ojos, llora,
tiembla
y grita. Afuera,
sin saber lo que sucede,
alguien
pasa montado en un burro,
alguien vende panes y verduras
y, en
las montañas,
dos se abrazan y se besan,
se prometen lo
imposible.
(Pasolini)
La razón casi
se licúa
ante un mundo apenas entrevisto:
la piedra antes de
la piedra
y el sueño después del suplicio.
Una sombra nace con
el relámpago.
La nombran y el nombre
describe una curva sobre
el asfalto
adonde van a dar,
desnudos e inocentes, los
culpables.
Se aman, se matan.
Por ellos, no por otra
voluntad,
amanece, crece la planta,
viene la sed que sacia, y
no, el agua.