A María y Cecilia.
A la memoria de Czeslaw Milosz.

 

 


Si un animal hiciera por espíritu lo que hace
por instinto para la caza y para advertir a sus
camaradas que se ha encontrado o perdido la
presa, mejor hablaría de cosas más afectas a él,
como para decir: Roed esta cuerda que me lastima,
donde no puedo alcanzar.
Pascal, Pensées, III, 1, 260.

 

 


¿Y ahora qué hace? Su duda
se anticipa a cualquier otra cosa.
Incluso hasta la propia muerte
debería, si se presentara, esperar.
¿Le da la razón a las cenizas
y se olvida que de algún modo,
por alguna vía, por quién sabe qué ardid,
pudo ser feliz y nada hizo al respecto?
(El fuego, le dijeron, siempre tiene roto el extremo.
No lo entendió entonces, sigue sin entenderlo.)
¿Enfermo de un mar curable
y sin embargo mortal, plantará
un cyclamen en la estepa
sabiendo que no tardará en marchitarse?
(Le dijeron: no tendrás nunca una casa,
cuando quieras ver el día será tarde, será de noche
.)
Ecos remotos, cada vez más inaudibles:
Tigris y Eufrates, emenagogo,
creosota, Es como un alto en la vida,
un súbito miedo a despertar
, Jeremías en San Vincenzo,
el Evangelio de Nicomedo, las flores
de Leonardo, virgen de oro, camafeo...
¿Se llama a sí mismo y no asiste,
yerra y todo renace, acierta
y todo sigue bajo el lodo,
se llama a si mismo y asiste, desnudo,
sucio de tiempo y cenizas?

 

 

Hacia el fin del mundo,
a bordo de un tren inmóvil.
Polvo de tiza en los párpados,
en las manos. Hacia
el fin de lo conocido, medido y pesado,
ante un paisaje que miente
cielos de lluvia y luego cielos azules,
campos sembrados y luego baldíos.
¿De qué noche es esta falacia?
¿De qué muerte se compone esta vida,
que no se refleja en espejo alguno,
fija en el centro de un ojo no humano,
de perro, oso, caballo?

 

 

Qué espera, qué no espera,
empujado a otro destierro. El ojo
hacia alguna hora,
abierto a medias: cae,
al fondo de la escena,
un piano, en ralentí,
en un mar sin olas se hunde.
Qué vive, qué muere,
del lado ajeno, confuso,
un pez desgarra la superficie,
impide con su acto toda belleza.
Y no lo sabe. No sabe
cuanto arrastra la luna en su órbita,
hacia dónde se inclina
el relámpago cuando queda vacío,
si basta o no con encender un fuego
y arrojar al fuego el eco y la sombra.
Y está el tiempo, el óxido,
lo que despacio se deshace;
un rato antes se desnudan,
por un instante son menos ásperos,
oyen una música, se huelen
entre sí y lo que huelen
se presenta ancho y verdadero.
Pero, ¿cuánto dura? Enseguida
cruje la madera de la puerta,
se arruga la tela que cubre la tierra,
tercian el ganado,
el sismo, la malaria. Lo afín
se separa, se tuerce la plomada,
sólo huelen los perros
que buscan alimento
bajo montañas de hojas secas.

 

 

(Insecta)


Por el suelo, en el aire,
al borde de las grietas,
en las ramas de los árboles.
Solitarios, en colonias, livianos,
Pesados. Ablandan con jugos
lo duro o lo perforan,
aún en lo oscuro noche
ven las invisibles líneas de los pétalos.
Frotan sus alas, raspan sus patas traseras,
cantan, captan ese canto
desde muy lejos.
Vuelan, corren, saltan,
desaparecen en la arena,
caminan sobre el agua de los lagos,
patinan, se emparejan en pleno vuelo, de a dos,
unos con otros en nutridos enjambres.
Como nosotros, parecen
estar en todas partes,
da la impresión de que nada les es ajeno,
que todo les pertenece.
Pero, como nosotros,
no pueden respirar bajo el mar
y el fuego no tarda en abrasarlos.

 

 

(Modigliani)


Bebe porque tiene sed
y porque tiene sed se mancha.
Su dios es pequeño,
muere cada otoño antes que las hojas.
En cada tela, un desnudo.
La cabeza hacia un lado.
Golpea el vidrio un viento:
¿quién detendrá su furia,
quién acariciará la frente de ese potro,
quién tocará una a una las cuerdas,
un sonido en progreso
en dirección a cierto amor,
a cierta isla cimentada en calma?

 

 

(A Denise Levertov)


Los animales vienen a su encuentro.
Le ladran, mugen, balan,
gruñen, pían, chillan.
Le lamen las manos y la cabeza.
Algunos, los que tienen brazos, la abrazan.
Otros le pasan sus lomos por las piernas.
Un sueño de niño, sin sobresalto.
La vida tal cual es, desnuda, sin artificio.

 

 

Es otra vida, temprana.
Es otra fruta, jugosa, ingrávida.
Desnuda, ágil,
en un amplio teatro de formas,
siempre la misma escena
nunca repetida.
                    No es idea,
es tal vez preludio,
perfil angélico,
un raro fulgor en los arbustos.
Y nueces, salmodia, oro entre nubes,
suave desmayo que deja estela.
Ahora la respiro,
bosque o limbo,
dejo sobre sus hombros
amoroso, inocente pasado,
tal vez Chardin, Watteau, Boucher...

 

 

(Albrecht Dürer, 1502)


¿A quién ofrecerle este oro?
Una música larga, tañida, pulsada,
una larga soga de techo a techo
de la que cuelgan, sin ser movidos,
aunque sople, por el viento,
papeles manchados por un aliento puro,
un amor casi puro,
bermellón, terracota. ¿Y esa liebre?
¿Esa virgen rodeada de animales?
¿A quién ofrecerle el desnudo,
las manos antes de la malaria,
la altura que no precisa de puentes,
la mirada puesta en aguas que se componen
y se descomponen, alas
que rasgan la superficie
y, abajo, la misma, eterna sed
de proporciones y perspectivas.
¿A qué médico, a cuál vida
o hacia qué muerte, linfa, enjambre,
aliento de lobo marino,
arena?

 

 

No es posible que esto no nos afecte.
Sé que va a herirnos, tal vez a matarnos.
No podemos andar por aquí sin ser lastimados.
No podemos besar sin ser mordidos
como no podemos amar sin ser arrastrados,
calle abajo, hacia el fondo más oscuro.
Pregunto: ¿qué ropa nos salva de estar desnudos?
¿qué desnudez nos pone desnudos,
nos lleva lejos, hasta lo azul y puro?
A salvo están los ángeles — dice alguien.
La tierra para nosotros siempre tiembla,
vibra, finalmente se abre y nos traga.
Nos lavamos y seguimos sucios.
Nunca somos del todo niños,
aun cuando lo somos.
Aun cuando no sabemos que tenemos una boca,
un pie derecho y un pie izquierdo,
que hay un mundo más allá del jardín y la casa.

 

 

Marca en la carne, indeleble,
sumergida la inocencia, bajo el agua
la luz del sol, la mañana abierta
hacia lejanos depósitos de amantes y amados.
Un día, una muerte, o dos,
el diente en lo blando,
la hoja filosa, de perfil, en lo puro.
¿Puro? ¿Alguna vez
desnudos, al viento, la música?
¿O nunca, nunca
y siempre sucios, ceniza, hollín y sangre?
Lo poco que tenemos — me dijo —
se consume. Se agota
el aceite en la lámpara,
el agua en los charcos.
Ahora el mundo es viejo.
La tierra y el mar son viejos.
La fruta es vieja, se pudre.

 

 

(Balthus, Thérèse Rêvant, 1938, a Delphine Eggly)


Del mundo sólo conozco un nombre.
Sombra de luz sobre fugaces ecos.
Espejo puesto en lo más profundo del suburbio
para que en él se miren
los que huérfanos de piedad
se sientan cada noche entre pajas, detritus.
¿Qué dicen ese nombre, esa sombra,
ese espejo? Tal vez deseo, máscara quemada,
signos de vida contra arenas, lastimaduras,
tijeras que cortan la soga
que ata a la criatura con su roto animal
bajo la lluvia. ¿Con qué sueña ahora,
con anémonas, corales,
perdidos puertos donde esperan,
confiados, los niños, los ignotos, los desnudos?

 

 

Al fondo, destellos. A cada destello,
un ángulo, una perspectiva, luego oscuro.
A cada sorbo, un nombre.
A cada soplo, una bestia mansa.
A cada mirada, entre parpadeo y parpadeo,
un poco de miga en un plato.
Luego, carga de roca de luna en la espalda.
El rostro se sumerge y emerge la máscara.
Emerge leño ciego, árbol quemado por arriba.
Pez visto sólo por afuera.
Ola detenida un instante antes de ser ola.
Entre los escombros, emerge una flor,
débil y blanca. Ya la aplastan patas, cuerpos,
lluvias, venas, metales, el tiempo.

 

 

Contra el muro, un lento respirar sin aire.
Una suerte que no disfruta de hierba,
de pasto blando, apenas
la sombra de un remoto engaño:
hubo un gran pecado, un tajo en la carne.
La página marcada se extravía.
¿Qué es seguro, sólido,
desnudo sobre desnudo,
entre uno y otro bruñido y antimonio?
Hay una luz grave, un idioma sucio.
Alumbra fantasmas, repite
lo dicho, alguna vez,
al borde de la sangre,
cerca del que despertó
y abrió los ojos justo con el último relámpago.

 

 

(A Ana Plenasio)

¿Todo se reduce a rimar polifonía
con apoplejía? ¿Nada más?
Entonces, si es así, ¿para qué
crecen las hojas en las ramas,
para qué maduran los frutos,
cercados de insectos,
para qué las bocas los muerden
sin saber si son acres o dulces?

 

 

Lavan una y otra vez
su carne antes de que se rompa,
sola, bajo la tierra.
La visten antes del atardecer
y gritan para atemorizar
a los que quieren llevarse
uno de sus brazos
para que los proteja de las fieras,
los relámpagos, las sombras.
La sepultan y en el suelo recién removido
plantan una rama reseca.
Se sientan y esperan,
confiados, que reverdezca.

 

 

(Mallarmé)


¿Si esto, incluso
lo que todavía no veo ni palpo,
fuese nada más que superstición?
¿si en todo poema,
aun al que la razón en extremo refina,
hubiese siempre una falta de ortografía,
oculta, inalcanzable?

 

 

(Camel, Cobh)


¿Aleta de pez para la hora torcida,
mujer para el minuto tortuoso?
El humo asciende desde la tierra,
por un momento creemos ver
el incendio que lo produce.
Engaño. Ninguna razón
para lo que sube,
para la sombra que desciende,
sin cuerpo, entre sombras y ramas.
El pez pregunta, queda entre redes.
La mujer pliega su pañuelo,
siempre, al pie de la lluvia,
cuando nada ni nadie puede ser,
a sus ojos, animal, poliedro puro, niño.

 

>>> continua