¿Y ahora qué hace? Su duda
se
anticipa a cualquier otra cosa.
Incluso hasta la propia
muerte
debería, si se presentara, esperar.
¿Le da la razón a
las cenizas
y se olvida que de algún modo,
por alguna vía, por
quién sabe qué ardid,
pudo ser feliz y nada hizo al
respecto?
(El fuego, le dijeron, siempre tiene roto
el extremo.
No lo entendió entonces, sigue sin
entenderlo.)
¿Enfermo de un mar curable
y sin embargo mortal,
plantará
un cyclamen en la estepa
sabiendo que no tardará en
marchitarse?
(Le dijeron: no tendrás nunca una
casa,
cuando quieras ver el día será tarde, será de
noche.)
Ecos remotos, cada vez más inaudibles:
Tigris y
Eufrates, emenagogo,
creosota, Es como un alto en la
vida,
un súbito miedo a despertar, Jeremías en San
Vincenzo,
el Evangelio de Nicomedo, las flores
de Leonardo,
virgen de oro, camafeo...
¿Se llama a sí mismo y no
asiste,
yerra y todo renace, acierta
y todo sigue bajo el
lodo,
se llama a si mismo y asiste, desnudo,
sucio de tiempo y
cenizas?
Hacia el fin del mundo,
a bordo de
un tren inmóvil.
Polvo de tiza en los párpados,
en las manos.
Hacia
el fin de lo conocido, medido y pesado,
ante un paisaje
que miente
cielos de lluvia y luego cielos azules,
campos
sembrados y luego baldíos.
¿De qué noche es esta falacia?
¿De
qué muerte se compone esta vida,
que no se refleja en espejo
alguno,
fija en el centro de un ojo no humano,
de perro, oso,
caballo?
Qué espera, qué no espera,
empujado
a otro destierro. El ojo
hacia alguna hora,
abierto a medias:
cae,
al fondo de la escena,
un piano, en ralentí,
en un
mar sin olas se hunde.
Qué vive, qué muere,
del lado ajeno,
confuso,
un pez desgarra la superficie,
impide con su acto
toda belleza.
Y no lo sabe. No sabe
cuanto arrastra la luna en
su órbita,
hacia dónde se inclina
el relámpago cuando queda
vacío,
si basta o no con encender un fuego
y arrojar al fuego
el eco y la sombra.
Y está el tiempo, el óxido,
lo que
despacio se deshace;
un rato antes se desnudan,
por un
instante son menos ásperos,
oyen una música, se huelen
entre
sí y lo que huelen
se presenta ancho y verdadero.
Pero,
¿cuánto dura? Enseguida
cruje la madera de la puerta,
se
arruga la tela que cubre la tierra,
tercian el ganado,
el
sismo, la malaria. Lo afín
se separa, se tuerce la
plomada,
sólo huelen los perros
que buscan alimento
bajo
montañas de hojas secas.
(Insecta)
Por el suelo, en el aire,
al
borde de las grietas,
en las ramas de los árboles.
Solitarios,
en colonias, livianos,
Pesados. Ablandan con jugos
lo duro o
lo perforan,
aún en lo oscuro noche
ven las invisibles líneas
de los pétalos.
Frotan sus alas, raspan sus patas
traseras,
cantan, captan ese canto
desde muy lejos.
Vuelan,
corren, saltan,
desaparecen en la arena,
caminan sobre el
agua de los lagos,
patinan, se emparejan en pleno vuelo, de a
dos,
unos con otros en nutridos enjambres.
Como nosotros,
parecen
estar en todas partes,
da la impresión de que nada
les es ajeno,
que todo les pertenece.
Pero, como
nosotros,
no pueden respirar bajo el mar
y el fuego no tarda
en abrasarlos.
(Modigliani)
Bebe porque tiene sed
y porque
tiene sed se mancha.
Su dios es pequeño,
muere cada otoño
antes que las hojas.
En cada tela, un desnudo.
La cabeza hacia
un lado.
Golpea el vidrio un viento:
¿quién detendrá su
furia,
quién acariciará la frente de ese potro,
quién tocará
una a una las cuerdas,
un sonido en progreso
en dirección a
cierto amor,
a cierta isla cimentada en calma?
(A Denise Levertov)
Los animales vienen a su
encuentro.
Le ladran, mugen, balan,
gruñen, pían,
chillan.
Le lamen las manos y la cabeza.
Algunos, los que
tienen brazos, la abrazan.
Otros le pasan sus lomos por las
piernas.
Un sueño de niño, sin sobresalto.
La vida tal cual
es, desnuda, sin artificio.
Es otra vida, temprana.
Es otra
fruta, jugosa, ingrávida.
Desnuda, ágil,
en un amplio teatro
de formas,
siempre la misma escena
nunca
repetida.
No
es idea,
es tal vez preludio,
perfil angélico,
un raro
fulgor en los arbustos.
Y nueces, salmodia, oro entre
nubes,
suave desmayo que deja estela.
Ahora la
respiro,
bosque o limbo,
dejo sobre sus hombros
amoroso,
inocente pasado,
tal vez Chardin, Watteau, Boucher...
(Albrecht Dürer, 1502)
¿A quién ofrecerle este
oro?
Una música larga, tañida, pulsada,
una larga soga de
techo a techo
de la que cuelgan, sin ser movidos,
aunque
sople, por el viento,
papeles manchados por un aliento
puro,
un amor casi puro,
bermellón, terracota. ¿Y esa
liebre?
¿Esa virgen rodeada de animales?
¿A quién ofrecerle el
desnudo,
las manos antes de la malaria,
la altura que no
precisa de puentes,
la mirada puesta en aguas que se
componen
y se descomponen, alas
que rasgan la superficie
y,
abajo, la misma, eterna sed
de proporciones y perspectivas.
¿A
qué médico, a cuál vida
o hacia qué muerte, linfa,
enjambre,
aliento de lobo marino,
arena?
No es posible que esto no nos
afecte.
Sé que va a herirnos, tal vez a matarnos.
No podemos
andar por aquí sin ser lastimados.
No podemos besar sin ser
mordidos
como no podemos amar sin ser arrastrados,
calle
abajo, hacia el fondo más oscuro.
Pregunto: ¿qué ropa nos salva
de estar desnudos?
¿qué desnudez nos pone desnudos,
nos lleva
lejos, hasta lo azul y puro?
A salvo están los ángeles —
dice alguien.
La tierra para nosotros siempre tiembla,
vibra,
finalmente se abre y nos traga.
Nos lavamos y seguimos
sucios.
Nunca somos del todo niños,
aun cuando lo
somos.
Aun cuando no sabemos que tenemos una boca,
un pie
derecho y un pie izquierdo,
que hay un mundo más allá del jardín
y la casa.
Marca en la carne, indeleble,
sumergida la inocencia, bajo el agua
la luz del sol, la mañana abierta
hacia lejanos depósitos de amantes y amados.
Un día, una muerte, o dos,
el diente en lo blando,
la hoja filosa, de perfil, en lo puro.
¿Puro? ¿Alguna vez
desnudos, al viento, la música?
¿O nunca, nunca
y siempre sucios, ceniza, hollín y sangre?
Lo poco que tenemos — me dijo —
se consume. Se agota
el aceite en la lámpara,
el agua en los charcos.
Ahora el mundo es viejo.
La tierra y el mar son viejos.
La fruta es vieja, se pudre.
(Balthus, Thérèse Rêvant, 1938, a
Delphine Eggly)
Del mundo sólo conozco un
nombre.
Sombra de luz sobre fugaces ecos.
Espejo puesto en lo
más profundo del suburbio
para que en él se miren
los que
huérfanos de piedad
se sientan cada noche entre pajas,
detritus.
¿Qué dicen ese nombre, esa sombra,
ese espejo? Tal
vez deseo, máscara quemada,
signos de vida contra arenas,
lastimaduras,
tijeras que cortan la soga
que ata a la criatura
con su roto animal
bajo la lluvia. ¿Con qué sueña ahora,
con
anémonas, corales,
perdidos puertos donde esperan,
confiados,
los niños, los ignotos, los desnudos?
Al fondo, destellos. A cada
destello,
un ángulo, una perspectiva, luego oscuro.
A cada
sorbo, un nombre.
A cada soplo, una bestia mansa.
A cada
mirada, entre parpadeo y parpadeo,
un poco de miga en un
plato.
Luego, carga de roca de luna en la espalda.
El rostro
se sumerge y emerge la máscara.
Emerge leño ciego, árbol quemado
por arriba.
Pez visto sólo por afuera.
Ola detenida un
instante antes de ser ola.
Entre los escombros, emerge una
flor,
débil y blanca. Ya la aplastan patas, cuerpos,
lluvias,
venas, metales, el tiempo.
Contra el muro, un lento respirar sin
aire.
Una suerte que no disfruta de hierba,
de pasto blando,
apenas
la sombra de un remoto engaño:
hubo un gran pecado,
un tajo en la carne.
La página marcada se extravía.
¿Qué
es seguro, sólido,
desnudo sobre desnudo,
entre uno y otro
bruñido y antimonio?
Hay una luz grave, un idioma
sucio.
Alumbra fantasmas, repite
lo dicho, alguna vez,
al
borde de la sangre,
cerca del que despertó
y abrió los ojos
justo con el último relámpago.
(A Ana Plenasio)
¿Todo se reduce a rimar
polifonía
con apoplejía? ¿Nada más?
Entonces, si es así, ¿para
qué
crecen las hojas en las ramas,
para qué maduran los
frutos,
cercados de insectos,
para qué las bocas los
muerden
sin saber si son acres o dulces?
Lavan una y otra vez
su carne
antes de que se rompa,
sola, bajo la tierra.
La visten antes
del atardecer
y gritan para atemorizar
a los que quieren
llevarse
uno de sus brazos
para que los proteja de las
fieras,
los relámpagos, las sombras.
La sepultan y en el suelo
recién removido
plantan una rama reseca.
Se sientan y
esperan,
confiados, que reverdezca.
(Mallarmé)
¿Si esto, incluso
lo que
todavía no veo ni palpo,
fuese nada más que superstición?
¿si
en todo poema,
aun al que la razón en extremo refina,
hubiese
siempre una falta de ortografía,
oculta, inalcanzable?
(Camel, Cobh)
¿Aleta de pez para la hora
torcida,
mujer para el minuto tortuoso?
El humo asciende desde
la tierra,
por un momento creemos ver
el incendio que lo
produce.
Engaño. Ninguna razón
para lo que sube,
para la
sombra que desciende,
sin cuerpo, entre sombras y ramas.
El
pez pregunta, queda entre redes.
La mujer pliega su
pañuelo,
siempre, al pie de la lluvia,
cuando nada ni nadie
puede ser,
a sus ojos, animal, poliedro puro, niño.
>>>
continua